La Fundación Mapfre y el Museo del Prado hacen coincidir en Madrid las exposiciones dedicadas a dos pintores que destacaron en el extraño siglo XIX español, entre la decadencia, la continua guerra civil, revoluciones, golpes de Estado y el final de un imperio que marcó a fuego lento los desastres siguientes.
El siglo XIX fue muy prolífico culturalmente para España. Fue de lo poco bueno que se pudo salvar de una centuria que provocó un terremoto estructural que todavía hoy perdura. Mitigado por el tiempo y los cambios, pero todavía queda. Fue el siglo del fin del Imperio, de esas guerras civiles regionales con esporádicos episodios nacionales que fueron las Guerras Carlistas, el nacimiento de la división irreconciliable entre las dos Españas (la liberal y la conservadora, luego tornadas en izquierda y derecha a cara de perro sin espacio intermedio para la sensatez), también el de la España folclórica de pandereta y tradiciones antiguas que no evolucionaron con el paso de los tiempos. Fue una España que quiso ser industrial y no pudo, lastrada por desigualdades y estructuras añejas que el arte y la literatura trataron de subvertir. Cada uno a su manera, aunque en el fondo, cuando hacemos balance de la herencia artística de esos cien años no hay tanta grandeza como en el Siglo de Oro o el prolífico siglo XX. Quizás sea una cuestión de perspectiva.
En la pintura arrancó el 1800 con un titán llamado Goya camino de su etapa más atormentada pero también más avanzada y pionera, y terminó con un jovencísimo Picasso apuntando maneras y de visita intermitente por el París que le ayudaría a forjar su estilo. Entre medias, durante años, el siglo XIX pictórico no fue tan brillante. Destacaron un puñado, pero la expansión de la nueva burguesía y la aristocracia urbana sometieron al arte a ese particular periplo del “pan por encargo”, el mismo que en el pasado había dado grandes obras de arte pero que ahora se reducía a costumbrismo, folclore, retrato, paisaje… Aunque no siempre. Zuloaga y Fortuny, cada uno con un camino artístico bien diferente, desbordaron esa vida de encargos que tantos buenos réditos han dado siempre al arte. El primero en la Fundación Mapfre, el segundo en el Museo del Prado. El primero a caballo entre el XIX y el XX, el segundo un hijo de ese 1800. Dos ventanas abiertas para lo mejor del arte de la centuria.
Retrato de la condesa Mathieu de Noailles (Zuloaga, 1913)
La exposición de Ignacio Zuloaga, centrada en su paso por el París de la Belle Époque, ofrece una imagen de la obra del pintor de Eibar poco habitual, mucho más cuando en el imaginario colectivo siempre se le ha vinculado con la España Negra, el retratista del costumbrismo pero con el objetivo tanto de representarlo como de denunciarlo por la incapacidad de esa parte de la sociedad para avanzar. El Zuloaga que exhibe la Fundación Mapfre es otro, más vitalista y también más atrevido, un hilo conductor entre la tradición con una visión plenamente moderna, especialmente ligada al París de la Belle Époque y al contexto simbolista en el que el pintor se mueve por aquellos años. Fue su contacto con Gauguin, Sérusier, Santiago Rusiñol, el propio Picasso o el escultor Auguste Rodin lo que le animó a variar y salir de la encajonada perspectiva ibérica en la que se desarrolló su trabajo. Casi un centenar de piezas son la base sobre la que se construye ese discurso de la variación moderna de un tradicionalista.
Pero fue precisamente esa posición con la cabeza hundida en la costumbre la que le hizo famoso, la que le permitió labrarse una carrera basada en la tauromaquia, los tonos oscuros adustos de siempre, el tópico por encima de la modernidad. Sin embargo, eso siempre fue cuestión de puntos de vista. Lo que en España era un canto a lo de siempre, a esa eternidad mediocre y asfixiante que enterró durante generaciones el progreso del país, en el resto de Europa era la visión de un arte que le contaba al mundo que el reino al sur de los Pirineos había cambiado, ya no era un monasterio-país, era una caja llena de exotismo simbólico, el mismo que Zuloaga sabía explotar al máximo. Apreciado fuera, odiado y subestimado dentro: su trabajo le puso en el lado conservador, aunque él mismo repelió esas etiquetas en más de una ocasión. Y no fue una cuestión de la izquierda: ya en 1900 el gobierno español, conservador y todavía anclado en la alternancia programada de los Borbones, decidió desbancarle por Sorolla para representar a España en la Exposición Universal de París de ese año porque perpetuaba una imagen estereotipada de España.
El Cristo de la Sangre (Zuloaga, 1945)
Zuloaga se sentía atacado por varios frentes: su estilo onduló entre el realismo del gusto burgués y el simbolismo, pero tuvo momentos de experimentación. Pero la dimensión social de su arte le enjaulaba: era vasco en una época en la que el nacionalismo ya conformaba Euskadi a fuego lento y persistente, pintaba temas españoles y su arte no tenía el mismo carácter rompedor que el de otros. Básicamente le fustigaban por todos lados: la izquierda, la derecha y su propia gente, que entendía que defendía los valores de la españolidad. Y entonces Zuloaga quiso romper: la exposición pretende precisamente romper esos estereotipos que todavía hoy perduran, desligar al pintor de Eibar de todos los lastres posibles y explorar precisamente la experimentación que realizó. Y fue aquel París de cambio de siglo el que más profundamente le atornilló a una nueva visión en su estilo, muy lejos del viejo regeneracionismo de una parte de la intelectualidad española de aquel fin de ciclo que ni sospechaba lo que pasaría en las siguientes décadas. Zuloaga aunó la tradición hispánica (como cuando utilizó a El Greco) para intentar crear un nuevo relato de lo español, una nueva mirada que fundía realismo y simbolismo, lo antiguo y lo nuevo. Un nuevo Zuloaga al que le hacen justicia en la exposición.
Mariano Fortuny y Marsal (1838-1874) fue mucho más cercano a esa centuria. Frente a la gran zanja que se abrió bajo los pies de Zuloaga y el contraste entre la España anterior y la que llegaba, Fortuny fue un hijo de su tiempo al que el Museo del Prado dedica dos de sus salas en su ampliación. La primera vez que la mayor pinacoteca dedica tiempo y recursos a la mayor presencia artística de España en la segunda mitad del siglo XIX en Europa, una completa revisión pedagógica para poder entender el trasfondo de la carrera de Fortuny, un renovador que utilizó el color y el óleo con maestría, un estilo que le permitió aproximarse al naturalismo y al uso de la luz como un arma completa. En ello influyó su dominio de la acuarela, que le consagró como el gran impulsor de esta técnica en su tiempo. Fortuny combinó un trabajo doble: dibujo rápido y certero, pintura trabajada posterior en el que combinó óleo, aguafuerte, la mencionada acuarela, el dibujo… Además fue un consumado coleccionista que le permitió tener fondo de armario para el trabajo de estudio y para ser un dinamizador cultural. La exposición tiene un propósito general: descubrir al público más allá de lo que aprendieron en los libros de texto a un pintor que conectó las dos partes de un siglo XIX (entre Goya y Picasso) y que convirtió su atelier y estudio en una mina de ideas. Era un coleccionista de antigüedades y objetos de arte de primera línea, y usaba lo que atesoraba como parte del trabajo mismo de sus cuadros, tanto como modelos como fuente de inspiración.
El vendedor de tapices (Fortuny, 1870)
Ese gusto por observar la realidad le permitió poner uno de sus fundamentos de estilo: el uso deliberado de la luz como parte de la obra de arte, un cincel de la realidad, un segundo pincel que dotaba al conjunto de un sentido muy preciso. Y la luz le obligaba a ser excelso con el tratamiento de superficies y texturas. Esta particularidad le impulsó como uno de los mejores pintores de su tiempo y un extraordinario observador. Su origen mediterráneo y ese gusto por la capacidad de la luz como forjadora de imágenes le llevaría directamente a Marruecos (por encargo de la Diputación de Barcelona, para crear obras sobre la guerra española contra los bereberes). El descubrimiento de los espacios desnudos, la luz intensa y el color brillante del norte de África produjo un cambio radical en su pintura. Este es visible tanto en sus obras hechas del natural como en las realizadas en su estudio a partir de apuntes, de su recuerdo y de su imaginación. En estas últimas abordó con originalidad los aspectos de la vida árabe que por su pintoresquismo o por su misterio le habían interesado. A esto unió el uso del realismo como parte de la forma de representación, dejando atrás otro tipo de movimientos. No obstante no era un academicista, sino que plasmaba con expresividad la fuerza de la pintura. Basta revisar sus escenas árabes para entender cómo confluyeron todos esos aspectos en él.
Fortuny recreó un mundo de belleza en interiores arquitectónicos ricamente ornamentados en los que la pintura aparecía a través de distintos homenajes a otros artistas, un laborioso trabajo de preparación y ejecución que le quitó mucho tiempo de trabajo. Pero también utilizó otras técnicas que le dieron gran renombre. La acuarela, como hemos mencionado antes, fue una de ellas: con éxito creciente, abrió camino profesional y comercial, utilizando en ellas diversos procedimientos y un fino cromatismo, que transformaron por completo la práctica hasta entonces habitual entre los artistas, mucho más encorsetados que él, que prefirió usarlo todo con gran libertad y renovación. En sus cuadros se fusionaban todas las temáticas, y el gusto historicista y el exotismo (propiciado también por el tipo de comprador que tendría sus obras), una gran imaginación que desbordó en sus estancias en Andalucía e Italia para poder crear sus pequeños universos creativos. Esta visión aumentó todavía más en los dos últimos años de trabajo creativo, en los que la temática árabe, carnavalesca y la pintura al aire libre terminó por eclosionar con mucha fuerza. Y con esa potencia creativa también generó un enorme culto a su obra: el hecho de que muriera con menos de 50 años ayudó también a que su fama póstuma aumentara aún más, especialmente fuera de España, donde ya era considerado un renovador artístico de primera línea.
Camellos en reposo (Fortuny, 1865)
Ignacio Zuloaga (Éibar, 1870 – Madrid, 1945)
Nació en el seno de una familia de artistas y recibió de su padre una primera formación básica, completada más tarde en Italia y en París, donde se relacionó con figuras de la talla de Gauguin y Degas, que influyeron en su estilo. Su vida se caracterizó por frecuentes cambios de domicilio, que le llevaron a residir en París, Segovia, Andalucía, Madrid y Zumaya. Fascinado por la imaginería popular (tauromaquia, bailarinas de flamenco), utilizó el costumbrismo y la vida cotidiana de la España que le tocó vivir como base para su carrera, casi siempre con tonos oscuros, realismo y sentido dramático. Tuvo un gran éxito internacional y bastante menos repercusión nacional, habitual de exposiciones en Nueva York, Buenos Aires, París o Londres. Cultivó también el retrato (por su estudio pasaron Manuel de Falla, Marañón o Unamuno) y el paisajismo, pero siempre tamizado por su cromatismo adusto, lo que le conectó con sus maestros no presenciales, como El Greco (principalmente) pero también Goya o Velázquez. Llegó por primera vez a París en 1889, estudió en la Academia Verniquet y dio sus primeros pasos en un impresionismo controlado, porque su ansia era ser uno más del movimiento rompedor en el arte occidental; sin embargo el mercado le requirió temas españoles, por lo que tuvo que ceder. Expuso con Gauguin y Toulouse-Lautrec y mantuvo constante contacto con los círculos artísticos parisinos.
Retrato de Maurice Barres (Zuloaga, 1913)
Mariano Fortuny (Reus, 1838 – Roma, 1874)
Estudió en Barcelona y fue alumno de Claudio Lorenzale. En 1857 obtuvo una beca para estudiar en Roma, donde estableció un taller y se liberó de forma paulatina del lenguaje académico de su formación barcelonesa para crear su propio universo pictórico, dominado por el uso inteligente de la luz, el exotismo y una cuidada elaboración de texturas y de recursos secundarios. En 1860 partió hacia el norte de África por encargo de la Diputación de Barcelona para tomar apuntes de la campaña militar española. A partir de este momento el color y la luz lo inundarían todo, igual que la fuerza pictórica de sus temas, que se convirtieron en un centro absoluto. Fueron decisivos sus dos viajes a Madrid en 1866 y en 1867: se dedicó a copiar en el Prado a Tiziano, Tintoretto, Velázquez y Goya; se casó con Cecilia, hija de Federico Madrazo; conoció a Goupil, que sería su marchante hasta su muerte, y realizó obras como ‘El coleccionista de estampas’, ‘Fantasía sobre el Fausto de Gounod’ y ‘La vicaría’, obras que expuestas en salas parisinas dieron lugar al “fortunyismo”, un estilo muy característico que servía tanto a su visión como a los intereses comerciales propios, ya que era del gusto de la burguesía de su tiempo que pagaba sus obras. Su temprana muerte cortó de raíz una deriva de los últimos años que parecía anticipar su llegada al impresionismo contemporáneo.
Playa de Portici (Fortuny, 1872)
Marroquíes (Fortuny, 1872-1874)