La NASA no se detiene: la competencia con China es un estímulo, y el nuevo apoyo de la Administración de Donald Trump al regreso a la Luna, van a permitir a la agencia más legendaria de todas (con más éxitos, también con fracasos trágicos) explorar las posibilidades de establecer bases permanentes en el satélite. ¿Cómo? Con apoyo del sector privado.

No es un truco nuevo, en realidad es ya muy habitual: no fue la NASA quien construyó las partes técnicas del programa Apolo, sino Boeing, McDonell Douglas o IBM, y eso siguió adelante tiempo después. Todavía hoy se hace, y este modelo de joint venture donde el dinero público elige proyectos privados y se coordina con ellos tiene un nuevo respaldo por parte de un gobierno Trump que repele a la ciencia en todo salvo en el empeño espacial. Trump, como Reagan, quiere una fuerza defensiva espacial, muy parecido al programa de satélites armados de los 80 que provocó un espantoso déficit de presupuesto. Resulta algo infantil en un Trump que niega el cambio climático y repudia la protección medioambiental como si todavía viviera en los años 50, pero está dispuesto a gastar miles de millones de dólares en volver a la Luna (en lugar de centrarse en Marte).

La NASA no renunció al empeño oficial, pero lo va a reconvertir: la Luna servirá como banco de pruebas, estación intermedia e incluso inversión rentable de camino al objetivo final, el planeta rojo. Y ese impulso se traduce en la elección de nueve compañías privadas que colaborarán con la agencia para el objetivo final: Astrobotic Technology, Deep Space Systems, Draper, Firefly Aerospace, Intuitive Machines, Lockheed Martin Space, Masten Space Systems, Moon Express y Orbit Beyond. Las necesidades a cubrir son concretas: transporte de cargas útiles, operaciones de lanzamiento y aterrizaje… a fin de cuentas, un puente aeroespacial con aplicaciones comerciales futuras. Eso implica además la necesidad de ir a la Luna para quedarse.

La agencia no oculta la intención final: establecer una estación lunar permanente que sirva de plataforma intermedia para Marte, una idea que ya estaba en mente del presidente Obama. Para ello se estructuró la Dirección de Misiones Científicas de la NASA (SMD, por sus siglas en inglés), que estableció las necesidades tecnológicas a cubrir y los requerimientos para poder establecer ese puente continuo entre la Tierra y la Luna. Para todo lo demás, no lo olvidemos, ya existen contratos con Boeing y SpaceX, que han dado a la agencia, entre otros prodigios, el vehículo espacial reutilizable Orion, lo único viable después de que el desproporcionado programa de transbordadores fuera cancelado. El método administrativo son los CLPS, siglas en inglés de Commercial Lunar Payload Services, contratos mixtos que acumularían unos 2.600 millones de dólares en una década.

El plan es sencillo e ingenioso: mientras la NASA se dedica a la investigación científica y la coordinación tecnológica el sector privado más selecto crea la tecnología para poder llevar a cabo los planes públicos. Todos ganan: la agencia reduce costes y consigue viabilidad técnica para sus proyectos y el sector privado recibe fondos, genera patentes comerciales y puede desarrollar tecnologías con aplicaciones privadas. Y los plazos de tiempo son apremiantes: a partir de 2019 la NASA necesita ser capaz de tener un puente con el satélite. Al principio serán simples demostraciones, como los prototipos de coches que luego se convierten en modelos comerciales. Pero, sobre todo, serán el banco de pruebas real para el mismo modelo de puente, pero a millones de km, hasta Marte.