Un equipo japonés, cuyo trabajo se ha publicado en Nature, establece empíricamente cómo las primitivas células arqueas se convierten en seres complejos, el mismo mecanismo que debieron utilizar sus antepasadas hace 2.000 millones de años para convertirse en eucariotas y dar lugar a plantas, hongos y animales.
Hubo un momento en la historia de la vida ésta sólo era una solitaria célula primitiva sin más, con la misma complejidad biológica que una sencilla forma de conversión de la materia en energía para poder seguir viva. En un momento concreto estas células, comprendidos como seres independientes con una programación genética concreta, se asociaron con microbios u otras células (quizás las engulleron sin digerirlas, o puede que establecieran algún tipo de relación parasitaria o simbiótica), y así nació el primer ser complejo de la Historia de la Vida, que en su mayor parte fue una sopa celular.
En perspectiva, realmente, la vida compleja (seres multicelulares basados en eucariotas, como todas las plantas, hongos y animales actuales) apenas supone un breve periodo del total. Todo lo que está vivo, sea del reino biológico que sea (excepto virus y microbios), está compuesto por piezas independientes, células eucariotas que se diferencian del resto por su complejidad, ya que se componen de orgánulos internos que tuvieron orígenes muy diferentes y que se asociaron para crear un nuevo modelo de vida más sofisticado y complejo. Después las eucariotas se ensamblaron entre sí en una red progresiva en la que se especializaron para crear diferentes partes de nuevos seres que seguirían evolucionando con un grado aún más complejo, hasta nosotros.
Pero había que demostrarlo. Tener por fin un ejemplo de una teoría consensuada en la que la vida compleja a partir de eucariotas tuvo un eslabón perdido que conectaba la fase primitiva previa con la nueva. Un equipo de investigadores japoneses del Instituto de Ciencia y Tecnología del Mar y la Tierra ha conseguido, por fin, encontrar en el fondo del mar arqueas de Asgard, un organismo muy primitivo poco evolucionado respecto a las arqueas de hace 2.000 millones de años, de las que evolucionó todo lo demás y que comparte excepcionalidad con las bacterias. Hasta ahora no se había podido concretar cómo fue el salto. Se entiende que aquellos diminutos seres evolucionaron hacia las eucariotas.
Cinco años atrás fueron descubiertas las arqueas de Loki, extremadamente básicas: poco más que un ADN y un sistema de conversión para extraer energía. Las hallaron a más de 3.000 metros de profundidad, ajenas a la presión y las condiciones. Un desafío a la lógica, la consagración de esa frase de que “la vida siempre se abre camino”. Si no fuera porque son antiquísimas y apenas han cambiado en más de 2.000 millones de años de existencia. Cuando lograron analizar el ADN descubrieron que estaban emparentadas con las eucariotas. De hecho disponían de la programación genética y de los elementos necesarios para ser eucariotas, pero se habían congelado evolutivamente en ese estado primitivo.
Fue la primera forma de vida arquea descubierta, a la que siguieron muchas más, bautizadas todas con nombres de dioses nórdicos (la primera la encontraron científicos escandinavos y se ha seguido la terminología), agrupados en la “familia Asgard”, y que comparten estructura y la capacidad para habitar nichos ambientales peores que los de la superficie de Marte (en absoluta oscuridad, con más de 2 km de agua encima, lo que supone una presión insoportable para casi cualquier forma de vida, y a temperaturas bajísimas).
El equipo japonés logró reproducirlas en laboratorio para poder captar imágenes (muy difícil, ya que miden una diezmilésima de milímetro) e información directa de cómo se comportan y cuál es su estructura. En realidad son microbios dotados de largos tentáculos que se entrelazan para, quizás, captar nutrientes. Y es posible que para poder dar el salto evolutivo. La teoría desarrollada a partir de lo que se sabía y lo que han descubierto los científicos japoneses tiene tres pasos: primero la arquea estableció algún tipo de relación biológica con otra bacteria, puede que usando esos tentáculos; a continuación es posible que la engullera confundiéndola con alimento, pero en lugar de asimilarla químicamente estableció una relación de cooperación llamada sintrofía, es decir, que se intercambiaban nutrientes.
De esta forma la arquea y su parásito interno creaban un tándem mucho más eficaz y eficiente biológicamente, ya que el segundo se convertía en una mitocondria que aportaba energía extra a la arquea. Este tipo de relaciones son muy comunes a nivel microscópico en la Tierra, no fue algo casual, lo que cambió fue que se convirtió en un proceso prolongada y sostenido. Si analizáramos cualquiera de las células vivas que componen nuestro organismo encontraríamos mitocondrias, por lo que lo casual y específico pasó a ser habitual y permanente. En la experimentación descubrieron, además, que las arqueas se alimentaban de aminoácidos que no podían digerir directamente, sino que utilizaban a las bacterias de su entorno: éstas digerían los compuestos y generaban oxígeno que le transferían a la arquea.
Es decir, que la arquea generó un inteligente sistema para acumular más oxígeno y energía utilizando a otras formas de vida cercanas con las que asociaba, casi de forma parasitaria en algunos casos, pero que generaba una red más potente que si estuvieran en soledad. De hecho los investigadores, en varias simulaciones de laboratorio, perdieron los cultivos de arqueas cuando las dejaron en ambientes solitarios donde no podían interactuar. Esta conclusión basada en la experimentación casaría como un guante con las teorías que establecen que fue la simbiosis lo que llevó a la evolución hacia las eucariotas, tanto en las plantas como en los animales. De alguna manera las arqueas lograron condicionar su propia biología a la necesidad de cooperación y dieron el salto evolutivo para incluir a otras formas de vida en su propio paquete genético.