El reciente descubrimiento de tres planetas similares a la Tierra en tamaño por el telescopio espacial TESS (y “cercanos”, a 31 años luz), con investigadores españoles, ponen de relieve que la caza de nuevos mundos sigue su curso y que ya está claro a dónde apuntan las ansias humanas. Uno de ellos incluso podría albergar vida. Analizamos por qué existe esa ansia exploradora y cómo “cazan” los astrónomos estos planetas lejanos.

IMÁGENES: NASA

Para la escala humana está tan lejos que es cas inconcebible hacerse semejante viaje. Pero para la escala cósmica está “ahí al lado”: 31 años luz. Una nave espacial tardaría tres décadas y pico en llegar hasta el Sistema Solar GJ357 si lograra acercarse al 99% de la velocidad de la luz (que según las teorías de Einstein, comprobadas y hasta ahora nunca negadas por los cientos de experimentos realizados); allí encontraría una estrella enana roja, más pequeña que nuestro Sol (de hecho nuestra estrella es una vecina “rara” por su capacidad energética en comparación con su entorno, poblado de enanas rojas), y a su alrededor tres planetas, uno de ellos de tamaño similar a la Tierra y muy probablemente con agua. Es decir, que podría albergar vida. A día de hoy, y muy probablemente en mucho mucho tiempo, llegar hasta allí es ciencia-ficción. Incluso las comunicaciones serían un agobio: si usáramos un láser para mandar y recibir información, habría que esperar más de 30 años para tener respuesta. Demasiado. Pero su descubrimiento despeja el camino de la fiebre exoplanetaria que vive la ciencia astronómica: ni la Tierra es tan excepcional, ni las condiciones para la vida son tan raras.

Entre los miembros del equipo de investigadores del programa asociado a la misión TESS de la NASA, la nave utilizada en este trabajo, hay españoles, decisivos con sus contribuciones al trabajo general y que han dado con este sistema cercano (literalmente el vecino de al lado del Sistema Solar) entre abril y julio de este año. Uno de ellos es Rafael Luque (Instituto Astrofísico de Canarias), de apenas 26 años y que forma parte de los equipos de exploración, y que define la caza de exoplanetas como un arte de deducción lógica: buscan enanas rojas porque saben que suelen estar orbitadas por al menos dos cuerpos cercanos. Por las condiciones de estas estrellas es muy habitual además que tengan órbitas muy cercanas, por lo que es más fácil detectarlos cuando pasan por delante de la estrella (detección por tránsito) y gracias a la incidencia de la luz solar sobre ellos pueden conseguir mucha información. La clave de este boom (el promedio es de un exoplaneta nuevo descubierto casi cada tres meses, ya van más de 100 sistemas planetarios a día de hoy) está en nuestra vecina más cercana, Próxima Centauri.

En 2016 encontraron un planeta rocoso similar a la Tierra orbitando Próxima Centauri, la estrella más cercana al Sol, a sólo 4,5 años luz. Desde entonces todos los ojos han apuntado a este tipo de estrellas, candidatas perfectas a tener planetas rocosos y no gigantes gaseosos, donde la vida es mucho más difícil de brotar y progresar. Porque no se trata sólo de cartografiar el espacio cercano, sino de encontrar vida fuera de la Tierra, una obsesión paralela a la caza de planetas. Y para eso hacen falta unas condiciones muy concretas. En GJ357 encontraron tres cuerpos orbitales que transitaban la estrella en diferentes ciclos. El más cercano completa un giro completo cada cuatro días y está tan cerca que incluso afecta a la propia estrella; demasiado, porque la temperatura de su superficie es altísima. Los otros dos son más lejanos: el segundo tiene 3,5 veces la masa de la Tierra y una temperatura estimada de unos 127 grados, suficiente para no tener agua líquida y convertirlo en un infierno; el tercero, el más alejado y por lo tanto más estable, completa un giro completo cada 55 días y tiene una masa equiparable a seis veces la de la Tierra. Éste es el más interesante.

El tercer planeta (como la Tierra, que también es el tercero del circuito interno del Sistema Solar) sigue siendo una incógnita. Aún no se ha podido calcular su densidad, por lo que no sabemos aún si es totalmente rocoso o por el contrario es gaseoso o parcialmente gaseoso como Júpiter o Saturno. A falta de nuevos datos los investigadores (más de 70 astrónomos en diferentes países y centros de investigación) tienen dos teorías: que sea parcialmente rocoso, como Neptuno, donde el núcleo de roca y materiales sólidos está envuelto en una masa compacta de gases que hacen imposible la vida como la conocemos, o bien que sea una masa rocosa sólida con el doble de tamaño a nuestro planeta y que por su posición respecto a la estrella tendría una temperatura media de unos -53º C. Puede parecer muy frío, pero en superficie, al tener atmósfera, podría haber una compensación térmica que bajara ese registro hasta hacer posible la vida, que es justo lo que ocurre en la Tierra, donde lo normal son entre -15º y -20º, pero la atmósfera cálida atempera hasta dejarlo en un arco compatible con la vida.

Esta segunda opción es la que quieren contrastar, porque en esas condiciones podría haber agua líquida en la superficie, o cuando menos embolsada, con lo que podría ser viable la existencia de vida. Falta por saber si realmente tiene atmósfera; de ser así sería un serio candidato a la vida. El problema es que el tránsito de este planeta es muy esquivo y hace falta nueva tecnología para “precisar el tiro”, por así decirlo. O bien se usan los telescopios de Hawaii y Chile para esta tarea, o bien esperan a que esté en órbita la misión CHEOPS de la Agencia Espacial Europea (ESA) este año, o bien el James Webb para 2022. ¿Por qué es tan importante detectar y determinar si tiene atmósfera? Sencillo: la combinación de gases de esa atmósfera nos podría decir si hay vida, ya que podríamos detectar si hay metano (que se forma por la actividad biológica, aunque no exclusivamente), oxígeno e incluso vapor de agua.

Recreación artística del planeta habitable de GJ357 (NASA)

No es el único tanto de ese nuevo ojo en el espacio. TESS detectó recientemente otro sistema triple en la estrella TOI 270 (a 73 años luz), casi un calco de GJ357, aunque con variaciones de tamaño y formación: dos eran gigantes con un 50% del tamaño de Neptuno y otro (el más cercano) tenía algo más de la masa terrestre. Al igual que la otra, TOI 270 es una enana tipo M (baja luminosidad y fría, 40% del tamaño del Sol). El planeta rocoso, bautizado como TOI 270 b es un 25% más grande que la Tierra, orbita la estrella cada 3,4 días a una distancia mucho más cercana que la de Mercurio con el Sol, lo que le da una temperatura de equilibro (la teórica por su cercanía, sin contrapesos como una atmósfera) salvaje de 255º C. Es decir, que salvo que cuente con una atmósfera muy gruesa que atempere esta exposición térmica, la vida es inviable. Aquí las opciones son mucho menores, también porque los otros dos planetas son gaseosos, aunque el más lejano tendría una temperatura media de unos 66ºC, mucho más templado de lo habitual. Lo peor es que podrían presentar acoplamiento de marea, por lo que sólo mostrarían una cara a la estrella, creando unas diferencias térmicas que imposibilitarían la vida.

Si buscamos vida en esos exoplanetas hay que tener en cuenta varios puntos básicos. El primero, que se encuentre en la zona habitable, aquella en la que un planeta está lo suficientemente cerca de su estrella para que haya suficiente calor para que pueda haber vida sostenible, y lo suficientemente lejos como para que no la alcancen las oleadas de radiación y excesivo calor que permitan que el agua esté en estado líquido. La Tierra es la pauta para medir esa zona. Estos nuevos mundo son paralelos a las condiciones terrestres: son planetas rocosos o con gran cantidad de agua, de tamaño similar a nuestro planeta (grandes para tener suficiente gravedad y atmósfera estable, pero no tanto como para anular las opciones de vida por excesiva gravedad y presión atmosférica), en la mencionada zona habitable. Para resumir, al NASA creó un esquema de los 21 exoplanetas que podrían ser parte de esta categoría, y que incluye a los tres de nuestro “vecindario”: Marte, Venus y obviamente la Tierra.

Esquema del sistema TOI 270 (Goddard Space Flight Center : NASA)

Ahora bien, ¿cómo sería esa vida en un exoplaneta, qué tipo de desarrollo habría tenido un planeta? Esto es, para saber cómo sería esa vida en ese entorno planetario concreto, habría que saber qué recorrido habría tenido hasta ese momento. No basta con saber que hay agua, nitratos y otros compuestos o gases, hay que saber cómo se ha desenvuelto. Y la única vara de medir que tenemos, como una gran piedra Rosetta cósmica, es la Historia de la Vida en la Tierra. Si usamos nuestro devenir como modelo, se puede seguir una escala (seres unicelulares básicos, multicelulares, seres complejos, vida animal y vegetal…) y desde un punto de vista más básico, seguir un rastro concreto. Visto el auge de exoplanetas descubiertos, dos investigadores del Instituto Carl Sagan de la Universidad de Cornell, Jack O’Malley-James y Lisa Kaltenegger, creó esa piedra Rosetta (publicada en Astrophysical Journal) que en parte se basa en algo tan sencillo como el color.

Si aplicamos esa misma evolución, dando por sentado que la vida se comportaría igual en otro planeta (es decir, que evolucionaría igual, lo cual es mucho suponer…), entenderíamos en qué momento de desarrollo se encontraría la vida. Con la tecnología adecuada, podríamos localizar un exoplaneta cercano y analizar si existe esa cromatismo concreto. Eso sí, basado siempre en la clorofila, componente presente en toda la vida no animal. El método de ambos investigadores utiliza los espectros posibles de color que podrían ser detectables en la observación de los exoplanetas. Así, podrían encontrar desde un estado primitivo dominado por unas concentraciones limitadas de bacterias a superficies cubiertas de vegetación.

Entre medias habría una multitud de situaciones, como la presencia masiva de líquenes (fusión de hongos con seres fotosintéticos) sobre la superficie de un planeta, algo muy habitual en fases primitivas y que todavía hoy es visible en muchas regiones del mundo, en especial en zonas de montaña. En ese caso, según el método propuesto, los colores detectables habrían variado desde el verde menta a tonos algo más oscuros e incluso pardos cuando murieran. Según este método, una civilización alienígena podría haber encontrado la Tierra y haberla observado en diferentes etapas (si hubieran evolucionado durante miles de millones de años), y habría apreciado cómo la Tierra cambiaba de fisonomía y de color en función del grado de evolución de la vida. Nuestro mundo y nuestra historia sería un ejemplo de evolución. Pero no tiene por qué ser así. Mientras tantos, sigue la búsqueda.

TESS, el cazaplanetas

TESS debe su nombre a sus siglas en inglés (Transiting Exoplanet Survey Satellite), un gran ojo mecánico en órbita cuya misión es detectar exoplanetas al observar el comportamiento de las estrellas y cómo éstas varían intensidad y posición al pasar cerca los exoplanetas que la orbitan. Está bajo control del MIT, que junto con Google y la NASA contribuyó decisivamente en su financiación; se encarga de investigar los datos del satélite, que se mantiene en una órbita terrestre alta y elíptica, por encima de los satélites geosincrónicos. Cuando fue lanzada en 2018 tenía una misión muy clara: una lista de más de 200.000 estrellas las cuales monitorizará en busca de exoplanetas. En la actualidad ya ha detectado 21. El cálculo estadístico es que encontrará más de 20.000, de los que unos 300 serían similares a la Tierra; a su vez, de éstos apenas un puñado que podríamos contar con los dedos de las manos serían habitables. Con la tecnología acoplada a TESS se podrá estudiar masa, tamaño, densidad y órbita de esos planetas gracias a la incidencia de la luz sobre ellos, lo que permitirá determinar longitud de onda de los compuestos, y por lo tanto identificarlos. Servirá en el futuro además como “fijador” de objetivos para el telescopio espacial James Webb de varias agencias espaciales, la mayor apuesta astronómica en décadas. TESS localizará puntos de interés que luego estudiaría el Webb con más detalle y capacidad tecnológica.

En busca de la segunda Tierra

Hay una hipótesis probabilística que asegura que sólo en nuestra galaxia hay cerca de 3.000 millones de planetas con condiciones aptas para la vida. Los programas de búsqueda de exoplanetas (planetas exteriores al Sistema Solar) no paran de rendir cuentas de todos los potenciales mundos que existen ahí fuera. Y lejos, muy lejos. En los últimos cinco años se ha disparado el número porque la tecnología y el dinero invertido en su búsqueda se ha incrementado. Y no hay mejor manera de encontrar algo en ciencia que rascándose el bolsillo. No obstante, la mayor parte son estériles y sin opciones de habitabilidad mínima. La mayor parte de los casos de exoplanetas son más sombras indirectas: la única forma de conocerlos es por el flujo estelar de las estrellas sobre ellos, y son todos datos indirectos. La luz incide sobre sus atmósferas y los telescopios y otros aparatos pueden entonces intuir cómo es su atmósfera, su tamaño e incluso si hay agua. Pero hasta que no mandemos algo hasta allí no se sabría a ciencia cierta. Pero la búsqueda de un nuevo mundo es una constante.

El primero confirmado no llegaría hasta 1992 gracias a la luz del púlsar PSR B1257+12, que “iluminó” varios planetas de formación rocosa. Pero el primero de verdad fue 51 Pegasi b, detectado en 1995 por Michel Mayor y Didier Queloz. Desde entonces ya se han hallado casi 1.200 sistemas planetarios. La gran mayoría, gigantes gaseosos. Cerca del 25% de las estrellas semejantes al sol podrían tener planetas parecidos, más o menos grandes que la Tierra. Un 1% de los sistemas tiene planetas gaseosos gigantes del estilo de Júpiter; otro 7% poseían planetas similares a Neptuno, gigantes rocosos con una pesada y densa atmósfera; y finalmente, otro 12%, planetas denominados supertierras por su tamaño (de tres a diez veces la masa de nuestro planeta). Siguiendo ese ritmo, calculan que hay al menos un 23% de posibilidades de que haya Tierras ahí fuera, orbitando algún sol, a la distancia suficiente para que la tempe­ratura no sea muy alta ni muy baja (problemas de Venus y Marte, uno demasiado caliente y tóxico y el otro demasiado frío y sin campo magnético protector frente a la radiación cósmica y solar).

Las peligrosas enanas rojas

Aunque son las máximas candidatas a tener sistemas planetarios viables, rocosos y con atmósfera, este tipo de estrellas (comparativa superior, más pequeñas que el Sol y por lo tanto con menor capacidad para generar energía y calor, en una proporción media de 1/10.000 de luminosidad) son muy peligrosas. Son muy antiguas y han tenido tiempo de sobra para generar vida: su esperanza de vida es muy larga, de billones de años por el modelo de convección en el consumo de material interno, por lo que su recorrido superaría incluso el del universo, con 13.500 millones de años. Eso hace que ninguna enana roja haya superado todavía su fase principal como estrella. Pero vivir en pero vivir en la superficie de uno de estos planetas sería muy peligroso.

Para empezar tienen, como el Sol, abruptos fogonazos (“fulguraciones” en el vocabulario astronómico) de radiación que pueden matar cualquier forma biológica e incluso arrancar pedazos de atmósfera al planeta. Su zona habitable (donde puede haber agua líquida y un arco térmico soportable) es muy pequeña (entre 0,1 y 0,2 unidades astronómicas), sus órbitas muy cortas (entre 20 y 50 días), y existen muchas posibilidades de un acoplamiento de marea. Este suceso es el mismo que tiene la Luna respecto a la Tierra: las órbitas se sincronizan de tal manera que siempre da la misma cara respecto a nosotros. Si esto le ocurriera al planeta sería catastrófico, ya que la luz y el calor siempre incidiría en el mismo lado, recalentando sin cesar uno y congelando el otro. Se produciría además un efecto térmico en su atmósfera que provocaría vendavales y tormentas perpetuas a cientos de km por hora que harían inviable vida en la superficie.

Este reportaje pertenece al nº76 de la Revista El Corso (septiembre 2019)