Los años 60 fueron especiales: el rock y el pop se expandieron, Mayo del 68, Woodstock, la revolución sexual, la socialdemocracia triunfante… y el Big Bang.
Fue en 1964. Faltaban dos años para que Inglaterra ganara el Mundial con un gol ilegal, otros cuatro para que las calles de París y media Europa ardieran, cinco para el estallido final de todo lo que los 60 habían incubado y para que el hombre pisara la Luna. Pero ese año la Humanidad dio un salto de gigante, tan importante (o más) que el descubrimiento de la energía nuclear, las vacunas o la Teoría de la Evolución. Fue el año en el que Arno Penzias y Robert Wilson formularon la teoría iniciática del Big-Bang para explicar el origen del Universo, que sería corroborada más tarde por la experimentación y los datos reales de la llamada radiación de fondo, la huella de aquella explosión que se asemeja más a la Creación al estilo bíblico que a una realidad científica. Más de un teólogo conservador sonrió porque la Física acababa, según ellos, de refutar la teoría del Génesis. Pero nada más lejos de la realidad. Sobre todo 50 años después.
En realidad Penzias y Wilson se limitaron a ser la gota final de un vaso rebosante que dio sentido a muchas de las ideas desordenadas que los físicos teóricos tenían entonces para explicar el origen del Universo. Sus datos, su forma de estructurarlos y la teoría, con expresión sonora incluida (Big Bang o gran bombazo inicial) llegaron en el momento adecuado para tener éxito. Era una explicación sencilla, contratada con los datos empíricos y que, para colmo, parecía sacada de un relato mitológico. Pero es que los datos, siempre las pruebas empíricas que dan sentido a la ciencia, les daban la razón. Así, el cosmos griego tradicional, estático, infinito e incognoscible se convirtió en un gran embudo espacio temporal en el que había un principio y una expansión acelerada de la vida y la materia. En realidad, para quien no lo sepa aún, el Universo y nosotros mismos somos el resultado de la combinación de materia, energía y forma creadas en ese chispazo primigenio.
Arno Penzías y Robert Wilson en la época en que nació la Teoría del Big-Bang
De repente el Universo tenía principio, evolución y consecuencias, casi como un ser vivo. Y además, dejaba huellas: la radiación de fondo de microondas, ese famoso “eco del Big Bang” del que seguro que ha oído hablar alguna vez. Y todo porque un experimento no funcionó realmente, igual que la manera en la que Pasteur descubrió la penicilina. Buscando otro tipo de datos se encontraron de bruces con el “ruido” de esa explosión, que se expande con el universo y que aunque sucedió hace miles de millones de años sigue presente. El punto de partida fue la aseveración en 1929 del astrónomo Edwin Hubble, que bautizaría años más tarde el primer gran telescopio espacial, de que las galaxias se alejan entre sí. Bastaba pensar las razones por las que se produce ese efecto. Si el universo es estático e inmutable, ¿por qué se alejan a diferentes velocidades? Los científicos hicieron una regresión para encontrar el punto de unión y se dieron cuenta de que viajando al pasado hubiera llegado un punto espacial y un momento temporal en el que todas las galaxias y lo conocido estuviera concentrado a la vez.
De una teoría que era una broma a una opción real
Este punto inicial, al concentrar toda la materia, hubiera sido de una densidad y temperaturas extremas, tanto como para alterar por completo las leyes conocidas e incluso generar materia y dinámicas ulteriores. Es decir, que descubrieron que en realidad todo viene de un punto primigenio en el espacio y el tiempo que daría origen, probablemente, a todo lo que era el universo. Era como manejar un reproductor de vídeo: si rebobinas tenías ese origen común, si apretabas el botón de avance llegabas al presente. La deducción inicial fue una pregunta: ¿una explosión creativa quizás? Según cuenta la leyenda fue un científico que se reía de esa idea de un universo acordeón que se expandía a partir de un origen iniciático el que bautizó la teoría. Se trataba de Fred Hoyle, que vio en esa idea del inicio explosivo algo demasiado parecido al Génesis de la Biblia y que él ridiculizó como una gran explosión, un catacrak, mejor: un “big bang”. La teoría nació antes que el descubrimiento de la radiación de fondo, no hay que olvidarlo.
Sin embargo, cuando contrastaron la teoría con los datos empíricos y de observación se dieron cuenta de que la broma podía ser incluso real. Poco a poco todo coincidía y encajaba, como si el gran puzzle disperso empezara a tener sentido y orden. Todo se comportaba de acuerdo a la lógica de una explosión inicial que lo creó todo. Pero necesitaban una prueba definitiva. Fue en 1963, mientras trabajaban en una antena de comunicaciones para investigar las radiaciones del universo cuando cayeron en la cuenta en el “ruido de fondo” persistente que no parecía tener un origen claro de ningún cuerpo celeste. Era molesto y siempre estaba ahí. Hicieran lo que hicieran no se iba, lo envolvía todo y parecía la bruma en la que se mecían todas las demás ondas.
Empezaron a investigar más detalladamente y se dieron cuenta de que esa radiación era además extremadamente fría: apenas un par de grados por encima del cero absoluto a partir del cual los átomos dejan de moverse y la materia, literalmente, deja de tener coherencia. ¿Por qué tanto frío?, ¿si había existido una explosión inicial supercaliente por qué ahora un frío tan extremo en esa radiación que se expandía de fondo? Pues precisamente por eso, por la expansión. Este dato sirvió para contrastar la idea con la experiencia y les dio alas para poder publicar aquel artículo ya histórico.
El resultado de aquella teoría es la conciencia de que la vida y la materia son fenómenos evolutivos y espontáneos, tanto como el universo mismo. La idea que era un chiste en aquellos años 60 se convirtió, de repente, en una vía teórica que no paraba de corroborarse con cada experimento. Fue un antes y un después, y la broma de Hoyle se convirtió en un pilar fundamental para entender el universo, un salto de gigante para la Humanidad que les valió a ambos el Premio Nobel de Física.
El Universo en expansión y que se enfría
Al principio el Universo literalmente hervía de calor, los átomos eran muy inestables y al chocar y combinarse creaban nuevos tipos de materiales: se conformaba lo que conocemos de la tabla periódica actual que todos los niños se aprenden casi de memoria, pero que en el fondo quizás sólo sea un porcentaje muy bajo de toda la materia real existente en el Universo. Pero es que entonces, además del calor, había oscuridad porque la densidad era tan grande que los fotones de luz de las primeras estrellas y explosiones no podían circular y eso convertía el cosmos en una nube negra que no se disiparía hasta pasados cientos de miles de años, cuando todo empezó a cambiar: la expansión siguió adelante y todo se hizo luminoso y los fotones siguieron viajando, pero al mismo tiempo perdían fuerza, “enfriando” el Universo.
Han pasado más de 13.000 millones de años desde entonces, y lo cierto es que al enfriamiento han seguido más y más datos sobre esa radiación de fondo, el eco del Big Bang que fluctúa en función de su posición y que, como se ha descubierto, da indicaciones de dónde se van a formar galaxias o cuerpos celestes. Es como un mapa, el mismo que ha hecho el telescopio espacial Planck de la Agencia Espacial Europea (ESA) y que es, por decirlo así, el rastro visual de la expansión del Universo. Allí donde la radiación fluctúa es que se va a producir una galaxia o cuerpo celeste. Complejo pero sencillo a la vez, todo producido por un chispazo germinal.
Mapa de la radiación de fondo