Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna son la pareja ganadora del Premio Nobel de Química de 2020 por una herramienta de laboratorio que sin duda nos suena ya mucho: CRISPR, o mejor dicho, CRISPR / Cas9, que permiten cambiar el ADN con alta precisión pero no sin riesgos secundarios. Por ahora.
Además de lo obvio, alterar el ADN como un largo proceso de “corta y pega” que en realidad no es tal, pero que nos puede servir como explicación resumida, es una herramienta genética que ya se utiliza en nuevos tratamiento contra el cáncer y todo tipo de enfermedades hereditarias. Hasta el desarrollo del CRISPR / Cas9 la modificación genética para fines médicos o biológicos era un proceso muy lento y costoso; se podían tardar meses, años, en ser capaces de entender el ADN y poder hacer cambios. Gracias al nuevo método el intervalo se ha reducido a semanas.
Charpentier y Doudna ya ganaron el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica en 2015 por esta particular revolución biotecnológica. En 2017 les fue concedido, junto a Francisco Mojica, el Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en la categoría de Biomedicina. Según el Comité Nobel de Química, esta técnica “tiene un poder enorme que nos afecta a todos. No solo ha revolucionado la ciencia básica, también ha dado lugar a cultivos innovadores y dará lugar a nuevos tratamientos médicos innovadores”. Por esa razón se ha concedido el premio a estas dos investigadoras, que llegaron hasta ella (como en muchas ocasiones en Ciencia) por casualidad.
Charpentier estudiaba la bacteria Streptococcus pyogenes, terriblemente dañina (produce más de diez enfermedades diferentes), descubrió la molécula ARNtracr, parte del antiguo sistema inmunológico de las bacterias, que permite “desarmarlas” al escindir su ADN. Después de publicar en 2011 su hallazgo, la bioquímica Jennifer Doudna, se prestó a colaborar con ella para sacar provecho de esta brecha de seguridad en las bacterias. La idea era sencilla: usar el ARNtracer como parte de una herramienta más sofisticada que permitiera repetir el proceso pero con otros microorganismos.
El resultado fueron esas “tijeras” (seguimos con las metáforas, no es tan sencillo como lo que suponen), mejoradas posteriormente, que utilizaron para modificar otras cadenas de ADN: primero virus, pero luego entendieron que podían incluso modificar las de cualquier forma de vida. Si pueden cortar, se puede recombinar, y entonces modificar la cadena genética. Una vez liberada la técnica, otros equipos de investigadores lo han usado para aplicaciones en botánica o medicina, desde el desarrollo de variantes de plantas de cultivo que resistan enfermedades o sequías a nuevos tratamientos contra la larga lista de patologías genéticas hereditarias.