Miscelánea archivos - Página 7 de 8 - El Corso | Revista Cultural Online

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Reportaje – La ruta del vino y el horno

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Cenas épicas, vides divinas y ‘carpe diem’ en un viaje que desanda el Camino de Santiago por Castilla y León; una peregrinación a la inversa con el estómago como templo de destino.

Reportaje – El Mar

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El de la playa de La Llana fue su primer romance con esa arena fina, ese azul intenso, horizonte limpio con esas olas suaves, agua de agradable temperatura, limpio de hoteles, vacío de barcos, lleno de sueños.

Viaje arquitectónico al Ruhr

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La Fundació Mies van der Rohe en colaboración con MAHALA Gestión Cultural organiza un viaje a la región alemana del Ruhr para conocer su patrimonio arquitectónico y artístico en un recorrido de cuatro días guiado por arquitectos y profesionales expertos.

Piedra, vida, toros y cañones

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La Raya es la última frontera de España, una región que vive del campo, de la ganadería, que no ha conocido más gloria que la que le dotaron los disparos a bocajarro de ingleses y franceses durante aquella Guerra de la Independencia que hundió al imperio español y de paso lastró a España durante un siglo.

Reportaje – El Prado en 5.000 pasos

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Los viajes no tienen por qué ser a cientos de kilómetros, en otro lugar. Basta caminar, mirar y soñar un poco. Especialmente en los museos, que necesitan algo más que pasos perdidos y una guía en la mano.

Por Luis Cadenas Borges

Ha pasado mucho tiempo desde que la rama española de los Habsburgo empezara a coleccionar cuadros. Quizás habría que otorgarles el mérito de la opulencia: fuera su aburrimiento o su gusto por la ostentación, el simple acto de encargar un cuadro y atesorarlo se convirtió en el principio de una historia entre Madrid y la pintura que ha desembocado en un negocio cultural, un símbolo universal que como un agujero negro artístico atrapa todo (presupuestos, críticas, elogios, turistas, reportajes como este…). Es un auténtico viaje en sí mismo, pero en el que se unen los pasos perdidos entres las salas con el viaje interior del paseante. Este es, pues, un viaje muy diferente.

Hace algunos años, un periodista holandés calculó cuántos pasos había que dar para poder decir que se había visto El Prado, el mismo museo que se había pateado durante años: 5.000. Es más que probable que se quedara corto. El Prado lo es todo desde que los Austrias empezaran a gastar en pintura, permitiendo que el retrato y el costumbrismo alcanzaran consideración de genialidad en los pinceles de Diego Velázquez con el primer “cuadro moderno” de la historia, Las Meninas, que a diferencia de muchos otros ha conservado su ubicación habitual en el Museo del Prado. Probablemente es una de las dos grandes pinacotecas de Europa, y el cuarto pilar en todo el mundo junto con el Hermitage de San Petersburgo y el MOMA de Nueva York.

Después de casi una década de obras, de vallas metálicas y plásticos verdes, de una imagen amputada, mutilada y mil y una polémicas con arquitectos, partidos políticos y usuarios, El Prado volvió a ver la luz en 2009. Lo hizo con una considerable ampliación arquitectónica que abría la parte trasera y la conectaba con los Jerónimos y el famoso cubo de Moneo: cafetería, auditorio, cuatro plantas para exposiciones temporales, una tienda abierta, más luminosidad y una reordenación de los fondos visibles, porque los invisibles son casi tan grandes como lo que el mundo ha podido ver ya.

El Prado sólo le obligará a hacer cola por el aluvión de gente que se encontrará, pero los accesos abiertos son más que suficientes: puerta de Murillo (la que da al Jardín Botánico), puerta de Goya (la segunda más famosa, con el aragonés bien visible y esas escaleras dobles que recuerdan a un templo romano), la puerta de Velázquez (típica, tópica pero imán de fotógrafos y paseantes), y la nueva de los Jerónimos en esa parte posterior moderna que une el edificio religioso, el Cubo y el antiguo palacio convertido en la cueva del tesoro, el mismo por el que arriesgaron su vida restauradores, soldados y amantes del arte durante la Guerra Civil.

Seguro que alguno de los que leen estas líneas ahora recuerdan la película ‘La horade los valientes’, con un Gabino Diego que se juega todo por salvar el retrato de un Goya avejentado y superado por la infamia de la guerra, la locura y la edad. Ese mismo cuadro pequeño y que casi pasa desapercibido en las salas superiores del antiguo edificio y que con una luz cenital parece llamar sólo a los que sepan mirar más allá de los grandes cuadros que llenan paredes. Si entra por esos tornos modernos Encontrará un hall abierto, alto y amplio: a su izquierda, las nuevas instalaciones, con el auditorio, las salas bajas y las escaleras mecánicas para subir las tres plantas del cubo, para poder llegar hasta la reconstrucción del claustro de los Jerónimos y las estatuas de los grandes reyes hispánicos, con la dinastía de los Austrias a la cabeza. Por algo fueron ellos los que más empeño pusieron para hacer colección: la vista puesta en el arte y no en la política de un imperio que se derrumbaba por su ineptitud.

Al frente, la nueva tienda, el destino preferido de los que no quieren arte sino el souvenir de poder haber estado donde todo el mundo le ha dicho que debe ir, aunque no lo desee de verdad. El turismo barato tiene estas cosas. A la derecha se puede ver, a través de grandes ventanales, la trasera del palacio de Villanueva, y el acceso a la colección permanente. En esa misma planta está el grueso antiguo de los fondos: Van der Weyden, El Bosco, Patinar, Durero, Rafael, Tiziano, Tintoretto y la primera de las plantas de Goya, el otro gran invitado estelar de un edificio que todos recordamos por el sevillano Velázquez. En la segunda también está Goya, pero aquí junto a Reynolds, Gainsborough, Tiépolo, Mengs, Murillo, Ribera, Velázquez, Rubens, Caravaggio, Poussin, Tiziano y El Greco.

Las rodillas duelen, y los pies, hay que parar para poder asimilar antes de que el cerebro, que ya no puede distinguir estilos, épocas o influencias, ni siquiera el gusto puede ya ser un buen guía. Es un dicho común pensar que sólo podemos apreciar en un museo los primeros 20 cuadros. Después, todos son iguales. El periodista de los 5.000 pasos sostenía que eran incluso menos, porque la marabunta de gente aborrega el entendimiento. Es la hora de marchar.

Con un poco de suerte quizás algún día el edificio de los Jerónimos se llene de la parte invisible del Prado. Deberían ver la luz, esas salas vacías del cubo deberían llenarse. Más de 400 años de pintura unidos por miles de escalones desgastados, de ascensores que se han quedado algo pequeños, de rincones perdidos, de cuadros de un Tiziano a sueldo de Felipe II y Carlos V, de un Goya alucinado por la guerra, de los enanos inimitables de Veláquez, de los monjes de Zurbarán, de ese caballero español enjuto, grisáceo y místico con la mano en el pecho que es uno de los más copiados por los pintores amateurs que llegan al Prado, del sueño de Jacob que pintó Ribera, del retrato de Durero o de la pieza maestra que tantos y tantos simbolistas han observado hasta la náusea, ‘El triunfo de la Muerte’ de Brueghel el viejo, emparentado con ‘El jardín de las delicias’ del grandísimo Bosco, uno de los preferidos de Felipe II. Sea como sea de larga la zancada, probablemente el holandés se quedó corto.

 

 

Reportaje – Viaje a Indochina

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Un gran viaje: Indochina. Un destino que crece por momentos en las agendas de cada turista con dinero suficiente para pagar el plan, o para dejarse llevar mochila al hombro y con un puñado de euros.

Por Santiago Criado

Como todos los viajes, este no iba a ser menos. Todo empezaba en el concurrido Aeropuerto de Barajas. En esta ocasión, me dirigiría a una porción de lo que en un momento de la historia se llamaría la Indo­china francesa. Sí amigos, sí. Ese sitio existió y sí, se hizo una película sobre ello. De momento, solo gastaría algo de tiempo en Laos y parte de Vietnam.

Los viajes en avión nunca han sido mi fuerte. Sobre todo, los que duran un total de 24 horas. Si alguien quiere saber lo que se siente cuando un elefante te pone la pata encima, únicamente ha de viajar lejos, muy lejos. Con eso basta. Por eso, no es de extrañar que sea un auténtico apasionado de los masajes que las bellas señori­tas ofrecen por todas partes. Y no me vayan a malinterpretar, la función de esos masajes no tienen otra meta que la de aliviar al agotado y entumeci­do viajero. Pero, por 5 euros la hora, ¿ustedes que harían?

Cuando parecía impo­sible llegar, de repente, diviso lo que podríamos llamar la capital: Vientián. Si hay una cosa que tengo aprendida es que un país se puede adivinar por su aeropuerto. Este iba a ser un viaje en el que nos meteríamos de lleno en el Medievo. Pueblos sin agua corriente, selva, el río Mekong, la malaria… No os contaré mucho de su capital. Tan sólo decir que jamás en mi vida he visto una capital asiática sin caos en su tráfico. Esta es la excepción. Con esto, se pueden hacer una idea de la tranquilidad con la que viven sus habitantes y el grado de desarrollo que se espera del país en sí. Después de unos días, nos sumergiríamos en pleno río Mekong. Seguramente os suena su nombre. Quizás de películas o de la historia en sí, porque este río atraviesa Tailandia, Birmania, Vietnam, Camboya, Laos… Vamos, que es un pedazo de río. Además, es navegable en su mayoría. Y eso es precisamente lo que haríamos para adentrarnos en la selva. Tengo que decirles que no hay muchas formas de acceder a donde nosotros íbamos.

Todo parecía un viaje feliz; el típico viaje del Im­serso. Las cámaras, la loción antimosquitos apestaba allá donde fueres, las viseras, los flashes. De repente, se empe­zó a levantar un viento de la leche. Parecía que estuviéra­mos en pleno monzón. Hasta ahí, bien. Pero amigos, cuando el techo sale literalmente volando del barco, estando en medio de la nada y con lluvias torrenciales, tiendes a acojo­narte un poco.

El barco, quedó encallado en una de las orillas para poder recoger el techo. ¿A quien co­ños se le ocurriría esta idea? Al final se quedó allí. Lógico. La pega, es que se había he­cho de noche. Y no, no había farolas a los lados como en la M40. Aún recuerdo al capi­tán del barco enchufar unas linternas al motor y con ellas ayudarse para no chocar con­tra las orillas. No se por qué, pero me vino un flashazo de la segunda película de Rambo. Lo que iba a ser un trayecto de 3 horas, duró más de 7.

La siguiente parte del viaje ocurría en Luang Prabang. Es el principal foco turístico del país y una de las ciudades con más encanto de las que he estado. Al haber pertenecido a la Indochina Francesa, se puede respirar esa influencia europea por to­das sus calles y sus bellísimas construcciones. En el 95 es declarada, y con razón, patri­monio de la Humanidad por la UNESCO. Este es, sin duda, “el lugar” del viaje. Gente bohemia por todas sus calles, artesanos, templos budistas mezclados con casas colonia­les, naturaleza soberbia…

Después de esto, volaríamos hasta Hanoi, capital de Vietnam. Aquí si que encontraríamos un caos absoluto en su tráfico. Había­mos vuelto sin lugar a dudas al bullicio de Asia. Si me pidie­ran una imagen de Hanoi, les daría la de una moto. ¿Qué por qué? Podría afirmar, sin ser presuntuoso, lo obvio: hay más motos que personas. Lo que más impre­siona de esta capital es su tráfico. Ellos lo llaman “caos organizado”. ¿Cómo puede ser esto? Curiosamente, al final de mi estancia allí, les daría la razón. A pesar de que parece imposible atravesar sus calles, con un poco de prác­tica, superaremos con éxito esta cuestión. Aquí explicare­mos cómo: si eres religioso, te será más fácil. Cruzar aquí se volverá un acto de fe. Aunque parezca que te van a atrope­llar, no puedes dudar. Has de lanzarte al asfalto con abso­luta firmeza y convicción. No parar es la clave para poder llegar al otro lado. Y un ritmo constante en tu caminar, la llave. Milagrosamente, todo el mundo te irá esquivando y llegarás sano y salvo a tu ob­jetivo. Como último detalle, añadiré una foto de postal: la bahía de Hanoi. ¿Qué también les suena? Es muy posible, porque allí se rodó parte de la famosa película de Indochina. En el barco en que la navegamos, nos pusieron la película por la noche. Creo, a ciencia cierta, que nadie la vio. La mayoría se dedicó a emborracharse.

Aquí termina este viaje. Una vez más por el continente asiático. Como siempre acabamos hablando de comida, comentaré que después de llegar de Laos, la suculenta y sabrosa cocina de Vietnam fue como un vaso de agua para alguien que ter­mina de cruzar el desierto.

 

 

Este es mi Nepal

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Otro viaje recuperado, del colaborador que más kilómetros (de largo) ha hecho de todos. Ni juntándonos sumamos tantos como él. Y menos con ese ojo que tiene.

Por Santiago Criado (Texto y Fotos)

Este viaje comienza en Barajas. Pero no en Barajas pueblo sino en su aeropuerto. Podría parecer un aeropuerto cualquiera pero, justamente, en esta época ha­bía un escenario totalmente diferente: La gripe A. ¿Cómo puede afectar esto a un lugar lleno de gente hasta la ban­dera? Amigos, desconfianza. En estos momentos puedes ver lo peor de la raza huma­na. Un estornudo es motivo suficiente para que alguien te parta la cara. Ante la crisis sanitaria que acontecía decido ponerme una máscara durante todo el viaje. Ahora se lo que sentía el rey del pop cuando no que­ría contaminarse. Realmente, en estos momentos, te das cuenta de lo bien que trabaja el miedo en voluntad de las personas. Llegamos a Qatar y la situación se dramatiza aun más. Allí, todos los emplea­dos del aeropuerto llevan su mascarilla. Antes, no men­cione que, en Madrid, no vi prácticamente ningún opera­rio con mascarilla: “Spain is Different”.

Después de un interminable viaje de algo más de 18 horas llegamos a Katmandú, capital de Nepal. Me siento como una sardina enlatada. Las compañías aéreas no tienen ningún tipo de escrúpulos. Si pueden meter 10 asientos en el espacio de 5, que así sea. Como toda Asia, cuando sales a la calle, lo primero que notas es la polución en el aire. Al momento, te empiezan a invadir decenas de personas luchando, entre ellas, para que les aceptes como chofer. Ya quisieran los comerciales de España tener el 10% de la perseverancia de los Nepalíes. Todavía recuer­do un tío que me quiso ven­der una daga. Me estuvo una hora siguiendo, entré a comer y cuando salí, continuó con su picapedreo hasta que ya el autobús iba tan rápido que no pudo seguirlo a pie. Eso son ganas de vender, coño.

En general, Nepal es un país con un encanto especial. Se nota, sobre todo, cierta deca­dencia y una época dorada ya pasada, que repuntaría hacia los 80. País por excelencia de los amantes del trecking y la montaña deambulan sin cesar por todas sus calles y recove­cos. Recuerdo haber visto a un escalador con dos mu­ñones por manos. Me figuro que los perdió en alguna de sus travesías a las codiciadas cumbres.

Lo que más sorprende del país es ver que la Marihuana crece por todos lados. En las cunetas de las carreteras, en el campo, en el huerto, en el jardín de tu casa, y cuando digo por todos los lados hablo de una auténtica invasión. Es tal, que es considerada una hierba mala y la gente las arranca. Qué desperdicio. Qué sacrilegio. Cómo osan. Otra de las cosas que llaman la atención son las incine­raciones al lado del río y a plena luz del día. Fui con un grupo de fotógrafos que, sin ningún tipo de escrúpulos, buscaban el pulitzer a través de la desgracia ajena cuan coyotes hambrientos.

Como recomendaciones, recordaría al viajero darse un paseo por el museo de los Himalayas. Recuerdo con especial atención el final de su exposición. Como avi­so y recordatorio de todas las toneladas de basura que se sacan en sus cordilleras, decidieron traer una pequeña porción para que la gente lo viese. Te das cuenta de que escalar un 8000 se ha conver­tido en un circo, en una feria. No hay compasión alguna por la naturaleza. Lo que importa es sacarse “la foto” con la banderita en la cima y ponerla sobre la mesa del despacho.

En resumen, diría que Nepal es un país muy hospitalario. Se respira un aire hippie, fruto de la moda que surgió en los 70 por encontrar la iluminación en sus cordille­ras. Si no te gusta el cilantro y el picante, su comida no está hecha para ti. Y cuan­do digo cilantro o picante, digo cantidades industriales en absolutamente todas sus comidas. Es también un placer recorrer sus librerías, llenas de libros antiguos sobre espiritualidad y escalada. Para aquellos que buscan un lugar en el que desaparecer es, defi­nitivamente, perfecto.

Las termas de Britania

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Baños romanos, The Circus, una abadía gótica y la declaración de Patrimonio de la Humanidad, una ciudad desconocida en España, célebre en el norte de Europa.

Gijón, plan B camino del norte

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Escapada al norte, a una ciudad que une cultura con el olor a salitre del mar como pocas.

El Bierzo: rojo, dorado y verde

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El Bierzo, una gran señal de un puño que marcó para siempre el noroeste, lleva siglos dándole al mundo lo que más ansía: oro y vino.